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Al igual que millones de ciudadanos de todo el mundo, yo también he suscrito la campaña “Decir sí por los niños”, en la que se declara que “todos los niños deben crecer libres y saludables en un mundo de paz y dignidad”. ¿Hay acaso algún otro deber que se compare con la obligación sagrada de velar por los derechos del niño con el mismo celo con que defendemos los derechos de quienes ya no lo son? ¿Hay muestra de iniciativa mayor que abocarse a la tarea de asegurar que los niños del mundo, sin excepción alguna, disfruten de estas libertades?
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En la aldea reinaba una gran expectación, el clima de alegría y optimismo que sólo puede causar la llegada de un recién nacido. Ayodele era una bebé muy bella, con un potencial ilimitado y toda una vida por delante. Como debería ocurrir cada vez que nace un niño, con la llegada de Ayodele todos se olvidaron de sus temores y dudas sobre el futuro, de su preocupación por la salud de la familia y por sus posibilidades de cosechar una cantidad suficiente de alimentos. Todos felicitaron a los padres de Ayodele y compartieron con ellos las nuevas esperanzas que siempre trae aparejadas una nueva vida.
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Desde sus primeros días de existencia, el UNICEF ha tratado de concienciar al mundo sobre la situación de los niños: sobre los numerosos menores que han sufrido por la manera en que funcionan las sociedades nacionales y la economía mundial; sobre la forma en que los niños han sufrido porque sus padres eran pobres; sobre la manera en que su salud se ha resentido debido a la carencia de alimentos o de inmunización; sobre cómo unas malas condiciones de salud, el maltrato o la falta de educación han afectado su desarrollo. Ante todo esto, el UNICEF ha actuado con el fin de reparar esos daños. Durante el decenio de 1980, el UNICEF concentró sus energías en la revolución de la salud infantil, consciente de que los procesos de fácil comprensión, como la inmunización, la lactancia materna y la terapia de rehidratación oral, podían salvar las vidas de millones de niños. Los avances que se lograron fueron notables, y demostraron que mediante la convergencia de la voluntad política, los conocimientos y los recursos adecuados era posible solucionar problemas aparentemente insolubles.
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Indudablemente, los países económicamente más poderosos del mundo deben demostrar capacidad de liderazgo en la lucha en pro de los derechos de la infancia. Pero la situación de desventaja en que se encuentran los países en desarrollo no exime a sus gobernantes de la obligación de demostrar también esas aptitudes en favor de los niños. Los derechos de los niños son indivisibles y supremos. Ninguna sociedad debería sentirse satisfecha hasta que no garantice y respete los derechos de todos sus integrantes.
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